Airlen Durán Acosta
Seguridad es bienestar. Bienestar es sinónimo de “vida larga y saludable, educación y nivel de vida digno”. Que no nos inviertan el orden de las cosas; que lo cierto es que si como sociedad tenemos, demandamos o necesitamos vigilancia es porque hay amenaza o peligro. Y si hay peligro, es porque algo está mal y/o faltan “principios” o justicia.
Claro que para ponernos todos de acuerdo sobre lo que está bien y lo que está mal tardaremos un buen tiempo. Pero de eso se trata justamente, de averiguarlo colectivamente: que ninguna sociedad nació sabiéndolo; y no se conoce al feliz portador de una fórmula secreta infalible para lograr el tan anhelado equilibrio social.
Lo que sabemos es que una “democracia para masas” en la que todo el mundo tiene lugar, es un invento que en la época contemporánea (apenas) se apuntala a tientas. Y, por otro lado, como no somos ángeles (ni demonios, por suerte) necesitamos al Estado como ente regulador, mediador en conflictos y garante de Derechos.
Pero eso no se dice. Y en cambio, se desinforma por todos lados: los medios de comunicación hacen la repetición zonza de alguna nueva medida del Gobierno (un nuevo impuesto) para garantizar la seguridad; y nos pintan un escenario en el que “presencia militar” se equipara con “presencia del Estado” y “paz”. Sin embargo, no conozco la primera descripción de felicidad que dependa de un cordón de seguridad hecho por la fuerza pública o sea descrita con éste, rodeándole. De hecho, no nos imaginamos el paraíso mientras somos vigilados, monitoreados, espiados y seguidos a todas partes por una mirada incisiva. Y aún más: en algunas sociedades la presencia de militares uniformados genera malestar y rechazo en los ciudadanos.
Desde luego, no debe uno perder de vista en un debate como éste, aquel argumento según el cual el establecimiento del orden debe pasar necesariamente por la toma del control por parte del Estado o su reposicionamiento. Y, también desde luego, espera uno que sea así por el bien de la sociedad. Nada más alentador que ver el escenario actual como un momento (previo) que nos prepara un horizonte prometedor. Porque si no es así, si no nos preparamos para la paz con el mismo coraje con el que nos alistamos para la guerra, con programas efectivos que pongan al alcance de todos “educación y salud de calidad”, veremos recrudecer lo que ya en este tiempo nos parece inhumano. Que Dios nos libre de una segunda parte (otra vez), de un capítulo de violencia nuevo, porque las guerras largas degradan en grado sumo.
El peligro es también banalizar nuestra historia, hacer chistes sobre el número de muertos de una u otra ideología, lado o frente. Antes de esto, debemos revisar la historia para encontrar que el camino de las armas que han tomado unos y otros no resultó acertado; y entonces, pensar en otros métodos: en que la historia no puede repetirse, en que las segundas partes suelen ser más tenebrosas.
No hay que olvidar tampoco que lo más probable es que cada desplazado por la violencia circule hoy por las calles de Valledupar con un odio guardado que no espera la menor oportunidad para salir a flote. Este panorama nos deja en resumen, sólo una opción lúcida, urgente e importante: propiciar – como sociedad – una reconciliación real y verdadera.
La reconciliación de la que hablamos es una mediación que no queda simplemente en firmar un papel en una mesa, tomarse una foto o darse un abrazo. La reconciliación – como diría un maestro – es hacer políticas incluyentes y salir en defensa del Estado de Derecho, lo público y las instituciones.
Ahora bien, para efectuar dicha defensa de manera concienzuda nos falta hacer el museo de los registros de la guerra en la región: el exterminio de la mitad de la población (en la Guerra de los Mil días) por citar un caso; y en resumen, las sangrientas luchas que nos dejaron: (i) un aislamiento como pueblo violento al que se teme o se temía entrar (y que nos hizo estar solos contra el mundo), (ii) una autosuficiencia que redunda en torpeza pese a su valentía y, sobre todo, (iii) mucho odio.
Este sería una especie de Museo del Holocausto y bajo la mirada del mismo nos veremos obligados a mirar el rostro de nuestra verdadera historia; ya no podremos evadir la responsabilidad colectiva de tener que abandonar las prácticas, ideas y visiones que aún hoy nos dejan ciegos e incapaces de reconocer a nuestros semejantes – como en el pasado.
Quizá entonces se producirá – por fin – una cultura no sólo fuerte en lo musical sino en lo político; que trace un perfil definido de ciudad y ciudadano que pueda hacerse efectivo en la vida práctica y política de cada uno.