Rodrigo Zalabata Vega
Desde que se conoció como noticia cierta la muerte de Hugo Chávez, Venezuela trata de desentrañar las claves de su futuro. Después de 15 años de ejercicio del poder, bien o mal, las primeras pesquisas se concentraron en las últimas palabras de quien reeditó y trató de reencarnar los ideales del libertador en el contexto del capitalismo moderno. Éstas fueron también pronunciadas en su lecho de muerte, “no me dejen morir”. ¿Fueron dichas para el más acá o para el más allá? ¿Eran el quebranto de quien se aferra a la vida, o sabido como estaba de su inaplazable muerte, trataba con voluntad de prócer de proclamar su designio para que no se dejara morir su legado? Los significados que cada quien adopte tendrá que encontrarlos en el paso de este personaje por las instituciones que él mismo deja.
Aquel 4 de febrero de 1992, el mundo pudo conocer al coronel Hugo Chávez, figura visible al frente del fallido golpe de estado brotado del inusitado fermento de protesta que significó el caracazo de 1989. Su aspecto relevante era de cuerpo y palabra, altivo como un árbol y con la montaraz estampa de un leñador, cuya determinación se advertía en cada gesto y expresión de que no le estaba haciendo el mandado a nadie y le hacía el firme militar a su propia presencia; más allá que se daba a conocer en medio de la rendición de armas en aquella intentona por la toma del poder de un país en el que no era entendible el malestar social, como quiera que hace gárgaras de petróleo en el Golfo al que se aplica su nombre, contentivo de las mayores reservas de la sangre negra que permite la circulación económica de todo el mundo.
Sus primeras palabras significaban una mezcla equilibrada entre realismo político y profecía, “…los objetivos que nos planteamos no fueron logrados POR AHORA…”.
Para la comunidad internacional era poco entendible el estallido social a partir del caracazo, cuyo motivo más aparente de protesta era un alza en los precios de la gasolina; de considerarse en igual proporción tal inconformidad en Colombia no existiríamos como nación. Tampoco se explicaba la irrupción de un militar desconocido, cuya imagen mulata desvelaba lo propio del origen popular de aquel movimiento desatado.
El problema a resolver no estaba dado por la angustia de la pobreza sino por el manejo de la incalculable riqueza. Los gobiernos precedentes representaban a un 20% de la población, constituida por la clase alta dueña del poder, que tomaba como propia una riqueza de origen natural, y una clase media variopinta que pergeñaba los beneficios de legitimar en todos los órdenes el statu quo, con un confort en ciertos niveles igual o superior a las altas esferas sociales en Colombia. Al margen se encontraba un 80% de la población que no le tocaban los dones de un bien dado por la naturaleza que debería asumirse para el beneficio de todos.
Hasta que comenzaron a brotar aquellos hechos violentos, los valores que mostraba ante el mundo Venezuela eran los del capitalismo consumista. Incluso la población marginada pugnaba por entronizarse en el esplendor de la riqueza que estaba servida y sólo le correspondía las migajas.
Al asumir el poder en 1998, la población mayoritaria siente que ha nacido un líder de su propia carne que habla su mismo lenguaje. Los beneficios reclamados le son dados en alguna medida pero servidos en una receta ideológica. Nace la llamada Quinta República, que contiene una mezcla de ideales bolivarianos con un socialismo asistencialista para los pobres. Desde el gobierno se irradia una ética de la fraternidad bolivariana que trasvasa los límites del país y su discurso se plantea llegar a cumplir los ideales continentales del libertador.
El desarrollo de este proceso implicó la refundación del propio estado, con la consagración de una nueva constitución a nombre del inspirador Bolívar. Con la muerte prematura de Chávez el enclave político que se plantea es si podrá sobrevivir la llamada revolución bolivariana.
Los partidarios, entendiendo de manera literal las últimas palabras de su líder, concibieron la idea bárbara de embalsamar su cuerpo. Aquello les permitiría de seguro desempolvarlo como un Cid Campeador en cada elección que se presente. Quienes asumimos a Chávez de manera imparcial, y lo percibimos a lo lejos con las energías de un elefante olímpico, nos es imposible imaginarlo quieto y callado.
Y que no se fíen de su idea, pues alguno de la otra mitad que lo odia, que no necesariamente tiene que ser de la oposición, podría tomarse el poder. Su primera y más grande obra de gobierno sería, sin duda, hacerlo desaparecer del alcance de la memoria de todos los venezolanos. Si para preservar su legado hay que conservar su cuerpo, para extinguirlo el privilegiado verdugo se parará ante su monumental efigie dormida, cierto de no fallar; con una sonrisa sardónica levantará sus brazos y la llevará a cabo de la manera como se mata a los muertos: con una estaca en el corazón.