La Venezuela que yo conocí, antes de Chávez

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Waving flag of Columbia and Venezuela

Crónicas de Frontera

INTRODUCCIÓN

Se ha afirmado hasta el cansancio que Colombia y Venezuela son, antes que vecinos, dos países hermanos, por cuanto son hijos del mismo padre y de la misma historia.

Muchos otros van más allá, sosteniendo que Colombia y Venezuela, antes que hermanos, son dos naciones siamesas, por hallarse fundidas cultural y geográficamente y compartir «órganos vitales» como sus arterias hídricas, que hacen imposible imaginarlas separadas.

Sin embargo, se debe admitir que desde esa ilusión fugaz de la Gran Colombia, que tanto desveló al Libertador, hasta el presente han sucedido muchos sobresaltos.

El hermoso sueño de Bolívar se partió fundamentalmente en dos pedazos, llamados Colombia y Venezuela, y la consecuencia directa de ello fue esa raya de 2.219 kilómetros, donde muchos insisten en ver más recelos que fraternidades, más cicatrices que costuras y más diferencias que puntos de encuentro.

Yo, que tengo la fortuna de conocer esa larga raya desde Castilletes hasta la Piedra del Cocuy, no sólo me declaro optimista al respecto, sino que tengo firmes razones para afirmar que la hermandad colombo-venezolana es un hecho incontrastable que se consuma y practica las veinticuatro horas de cada día en la frontera.

Ese conocimiento de primera mano me ha otorgado una nueva perspectiva sobre los problemas que subsisten en algunos tramos.

Esa mirada diferente, vital y entusiasmada de la frontera colombo-venezolana, motivó este libro.

Porque soy de los que piensa que una de las enormes causas de las diferencias que subyacen entre las dos naciones, es su desconocimiento recíproco, lo que ha dado lugar a tabúes, clichés y prejuicios que no traducen la realidad que allí se vive.

Porque resulta paradójico. Pero Colombia y Venezuela apenas se empezaron a conocer pocos años atrás, cuando ambos países se percataron que vivir de espaldas sólo podían conducirlas a un solo lugar: ninguna parte.

Este libro recorre a la frontera colombo-venezolana de norte a sur. Comienza en Castilletes, pasa por la Guajira, transita el Perijá y sus laderas, llega al Catatumbo, sube por los Andes, se refunde en los Llanos, navega por el Orinoco y conecta, a través del Río Negro, con la Piedra del Cocuy.

En consecuencia, es un libro vivo, porque palpa, consulta y se nutre de la realidad que se respira en los bordes de estas naciones.

Si me tocara señalar un protagonista de este libro, no lo dudo, diría que es la Convivencia perenne que rige las relaciones fronterizas de punta a punta.

Desde luego, debo precisar que no se trata de una Convivencia pasiva, tal como la define el diccionario, sino de una Convivencia dinámica, que así como permite celebraciones y regocijos, también capotea problemas y conflictos, se funde con la tolerancia y se confunde con la solidaridad.

Imposible finalizar este preámbulo, sin antes manifestar mi gratitud especial a Luis Fernando Jaramillo y a los posteriores ministros Noemí Sanín, Rodrigo Pardo, María Emma Mejía y Guillermo Fernández de Soto, profundos conocedores de la frontera y, por lo tanto, declarados promotores de la hermandad binacional.

 

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CASTILLETES

Uno de los días más movidos que se haya podido verificar sobre los cielos fronterizos de Castilletes, sucedió una mañana de 1993.

40 aeronaves de todos los colores, tamaños y modelos, tanto privados como oficiales, cayeron sobre los médanos guajiros en cumplimiento de una cita que, a juzgar por los ingredientes solemnes desplegados, constituía un acontecimiento relevante.

A mí me correspondió llegar en el avión particular de Simón Contreras, hermano de Carmelo, presidente de Corpozulia, quien me había invitado al acto. También viajaba a su lado, otro amigo. Adonays Martinez, Presidente de los ganaderos.

Se trataba de la Inauguración del Aeropuerto de Castilletes, en la parte más alta de la frontera de Colombia y Venezuela, punto neurálgico de las relaciones entre los dos países. El aeropuerto había sido emplazado sobre una extensa y desértica llanura, tipo médano, en proximidades de la Laguna de Cocinetas, donde Corpozulia, ente planificador y gestor de obras, mantiene un campamento de ayuda a los indígenas wayúu.

A la ceremonia inaugural asistieron los principales funcionarios de las distintas fuerzas venezolanas, entre ellos el comandante de Operaciones Aéreas, el Ministro de la Defensa, los jefes de las fuerzas militares acantonadas en Zulia y altos dignatarios del gobierno, provenientes de Caracas.

Como en la tarjeta de invitación formal que recibí se advertía que el evento tenía más tono de refrendación de soberanía, que un acto político de inauguración oficial, juzgué prudente consultarle el asunto a Rodrigo Pardo, embajador de Colombia en Venezuela. Estaba todavía muy reciente lo de la corbeta Caldas.

Mi precaución era comprensible. Porque, efectivamente, el sector de Castilletes constituye una de las líneas fronterizas más sui géneris entre Colombia y Venezuela y si algo sugería el largo trasegar que las dos naciones han sostenido al respecto, era que sobre este segmento específico había que proceder con cautela.

Como era de esperarse la inauguración oficial del aeropuerto fue saludada con los discursos de rigor, casi todos impregnados de saludos a la bandera y refrendación nacional.

Debo precisar que para entonces, ya la experiencia consular en Maracaibo me había provisto de un fuerte caparazón frente a las actitudes anticolombianas de sectores minoritarios que manejan un segmento de la opinión a través de los medios.

Sin embargo, ese día comprobé que mi estoicismo tenía punto de quiebra. Porque no se trataba de simples palabras desaprensivas, ni de los típicos adjetivos feroces sueltos en instantes de animosidad, sino de proclamas fríamente concebidas y preocupantes, expresadas ante un auditorio connotado.

Alguien dijo, por ejemplo:

«El aeropuerto de Castilletes representa nuestro bastión ante la acción temeraria de nuestros enemigos que nos amenazan».

Incomodo, traté de levantarme.

Pero un gesto cortés de Carmelo Contreras, Presidente de Corpozulia, quien presidía el acto como anfitrión, me lo impidió. El viejo amigo, ex ministro de agricultura, tomó la palabra y expresó su desacuerdo.

Recuerdo sus palabras:

_Este aeropuerto no se construyó para la agresión. Al contrario. Se hizo para extender las manos y estrechar lazos de integración con nuestros amigos y hermanos colombianos, que se encuentran aquí representados por el Cónsul General de Colombia.

Ese sólo párrafo sensato bastó para cambiarle el rumbo al tenor de las intervenciones que esperaban turno. Todos me miraron con mucha sorpresa, pues desconocían mi presencia. Hubo palmaditas de aliento y complacencia de la gran mayoría.

Concluido el acto, toda la comitiva se dirigió en lanchas rápidas hacia la Base de la Guardia Nacional, al otro lado de la Laguna de Cocinetas, donde fue objeto de honores militares.

Allí tuve oportunidad de cambiar mi rol por algunos minutos, pasando de invitado a anfitrión. Pues 400 personas aceptaron mi invitación de cruzar la frontera para visitar el campamento de la Policía Nacional. Un gesto de hermandad que difícilmente olvidaré.

 

UN SORBO DE COLOMBIA.

Bastó transitar un corto trayecto para estar en Colombia, dada la proximidad del campamento de la Guardia Nacional con la línea limítrofe. Apenas hubo necesidad de caminar 800 metros para llegar al campamento de la Policía Nacional. Nada indicaba las fronteras. En las rancherías ubicadas al frente de la Laguna, donde tiene su casa de habitación el corregidor colombiano, viven familias tanto de uno como de otro país, en atmósfera fraterna.

Al fin y al cabo era la Guajira y los mojones sólo existen en las actas y en las instituciones.

Llegamos al campamento colombiano, construido a semejanza del venezolano. Es una moderna barraca de pino curado con más de 15 habitaciones y varios salones, destinados como habitaciones, aulas y espacio recreativo.

Allí se encuentran destacados 18 agentes de policía, provenientes en su gran mayoría de la región caribe colombiana, quienes, buscando darle sentido a su presencia en el lugar, fungen como profesores de primaria en la escuela wayúu de Castilletes.

Algunos agentes, fustigados por el bochorno de la alta temperatura, descansaban sin camisas, en shorts y descalzos, totalmente desprevenidos del evento solemne que se verificaba en las toldas de sus vecinos.

Inmediatamente hubo carreras, se cambiaron y aparecieron las primeras atenciones y a los pocos minutos todos los recién llegados estábamos sorbiendo una taza humeante de café colombiano.

Una canción vallenata que alguien cantaba a capella en alguna parte, en contraposición de los discursos que me había tocado escuchar momentos antes, me hizo pensar en la enorme distancia que a veces puede existir entre la sensatez y la intolerancia.

Sin embargo, se debe ser preciso.

Entre las autoridades, instituciones y personal fronterizo que ambos países han destacado en Castilletes, existen excelentes relaciones de amistad y camaradería.

Entre otras razones, porque ante la increíble soledad de aquellos parajes, que tanto se parece a la tristeza y al olvido, el único antídoto eficaz que existe es la solidaridad de quienes allí se encuentran.

En esto, tanto los policías colombianos como los guardias venezolanos, son taxativos: su gran enemigo es el aburrimiento.

Lo combaten realizando partidos internacionales de fútbol y béisbol, deportes que, dicho sea de paso, también revelan una gran creatividad entre las partes. Porque las derrotas cotidianas que recibe la guardia venezolana cuando juega fútbol, siempre son aliviadas con las victorias que cobran sobre los policías colombianos, cuando se trata de béisbol. En otras palabras, recuperan con jonrones lo que pierden con goles. Y viceversa. Armonía total.

La línea limítrofe, en aquel sector dentro de la laguna de Cocinetas, ha permitido acuñar el curioso término de «Costa seca». Un concepto que Pedro García, el corregidor colombiano de Castilletes, explica sencillamente:

_Mire esas casas. Están construidas sobre la playa, de frente a la laguna. La arena es colombiana, pero el agua es venezolana. Eso significa que aquí nos bañamos en Venezuela, pero nos secamos en Colombia.

 

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