10Los designios de Dios son enigmáticos, susurraba muy queda Maite, acurrucada en el regazo de Manuel del Rosario. Nunca antes había vibrado tanto de felicidad. Nunca antes esa extraña corriente de exultación, cuyos arrumacos se acentuaban en las medianías, había frecuentado e invadido su cuerpo de la cabeza a los pies. Pero la felicidad de Maite era agobiada por el peso de su verdad. Aunque le producía pánico, debía contársela a Manuel del Rosario: ‘La verdad me condena, pero solo la verdad puede salvarme’, cantaleteaba para su interior.
Confesar sus concupiscencias le producía tembladera. Nadie conocía su verdad…Eres diferente, mi amor. Me das confianza para liberarme de ese bacalao que llevo encima. Quiero confrontarme: que me quieran por quien soy y no por quien aparento… sólo contigo vivo y siento el amor. Con los demás – no importa cuántos: una decena, una centena, un millar – con los demás, ahora lo sé con amargura, solo fornicaba en un acto de fingimiento para elevar el ego de los hombres, tanto como les gusta sentirse machos… clic, clic…
Mientras, Manuel del Rosario inhalaba y exhalaba el aire con disimulo para simular su aprehensión. Sentía ahogarse. Su porfía interior era feroz: esa verdad era su verdad, esa verdad aumentada con sus fantasías había alimentado hasta el paroxismo su amor platónico. Pero ahora la realidad supera la imaginación. Se sentía atrapado por una liviandad que le producía vértigo…
Para sacarlo de sus cavilaciones, Maite empezó a desperezarse, coqueta, voluptuosa, artista, el arte y la sensualidad son una misma cosa. De nuevo segura, puesta de pie, dejó al descubierto el boato de su belleza, sus grandes ojos negros brillantes, su cabellera luenga, su cuello largo y su boca entreabierta, sus tetas medianas de pezones erectos, su cintura
tallada, su venus depilado y acolchonado, sus piernas largas y bien torneadas…
Deslumbrado, Manuel del Rosario voló a otro mundo y a otra época. Ante sus ojos, una pintura famosa representaba a Friné, la hetaira cortesana más afamada de Grecia, enjuiciada por blasfemia al compararse con la diosa Afrodita. Para ganar la absolución, Friné utilizó el más persuasivo y convincente de los recursos, dejando a los jueces boquiabiertos: se deshizo de su atavío y dejó expuesta la magnificencia de su cuerpo. Tanta belleza no podía ser sino divina…
Manuel del Rosario se vio tirado a la cama, el bendito catre, con su miembro bien izado – nada le manipulaba con tanta eficacia su erección como esas truculentas y fantasiosas historias – y Maite, encima, a horcajadas, se solazaba con un movimiento rítmico, suave, succionador, sus ojos más abiertos y más brillantes.
– Sí, me la he pasado de catre en catre, de humor en humor – susurraba seductora – …Si, amor, me asusta mi cuerpo. Se me insubordina. Toma decisiones en contra de mi voluntad y no tengo voluntad para resistirme a su voluntad…cuando me percato, qué asco…todo consumado.
En un santiamén a Manuel del Rosario se le vino a la memoria la autobiografía de Catherine Millet, la famosa ejecutiva francesa sin reparos para confesar sus liviandades con más de un millar de hombres, cuyos apremios llegó a atender ordenándolos en fila india.
¡Ilumina a tus hijos, Padre santo!
II
Ambos estaban jubilosos luego de una velada exultante. Pero una silenciosa lucha interna horadaba su paz. Las dudas no dejaban de acosar a Manuel del Rosario – puerca pollera ni aunque le corten el rabo, se flagelaba – pero la pasión prevalecía y le dictaba cátedra a la razón: Todos somos merecedores de una segunda oportunidad. ¿Acaso no la obtuvo Susana, en los Fragmentos de amor furtivo, de Faciolince, mediante el expediente de excitar a Rodrigo contándole intimidades suyas con cientos de sus amantes?, se consolaba.
Intenso era el debate entre la pasión y la razón. Adicto al sexo de Maite, Manuel del Rosario quedaba siempre a merced de la carne. Pero en sus momentos de soledad, en sus pocos momentos de lucidez, se consumía con las palabras de Anaminta: “…Ay, Manuel del Rosario, cuídate del amor de las putas. Cuando enganchan, encoñan. Y puta es puta…”.
Maite, al desgano, leía los mensajes recibidos en su móvil. Una docena por lo menos… – El diablo me acecha, rezongó para sí. – Manuel del Rosario le ofrecía su última oportunidad, reflexionó. Veía venir la marchitez presurosa a su encuentro…y la temía: no soportaría por vieja el desprecio.
Maite vivía su propia tragedia. En su interior sentía los coletazos de una serpiente bicéfala en lucha enconada por imponer sus antagónicos patrones de vida. – Retírate, le ordenaba la razón: ¿qué pensarán tus padres, tu círculo social donde posas de casta? ¿O prefieres tirar por la borda el mundo maravilloso que empiezas a edificar con Manuel del Rosario?
No hay dicha completa. No podía evitar que su pasado se hiciera presente, picoteándola, desarmándola, convulsionándole las entrañas. Su cuerpo descontrolado le pedía pasión y desenfreno; su codicia, dinero; su ego, poder. En medio del azogue, el fantasma de la carne la espoleaba: – No te dejes aconductar, Maite… aún eres joven y bella y puedes ganarte una fortuna… ¡Qué jartera, Maite, sé práctica! La razón te envejece, castra la intrepidez, repele la osadía, la razón corta las alas, la razón iguala por el rasero…
Con la razón cantaleteándole, Maite luchaba por someter el hervor de su cuerpo, por sojuzgar la codicia de su fastuosidad, por tiranizar el ego que tiranizaba a los hombres…
Ensimismados, rodaban silenciosos rumiando cada uno sus propias tribulaciones, incapaces por vergüenza de airear y discutir sus mutuas congojas. Para verdades, el tiempo, musitaban.
– No puedo vivir sin ella. Me la juego por sacarla del fango, consciente de que… puta es puta.
– No puedo vivir sin él. Es el amor de mi vida. Me valora. Me reconoce. Me honra… aunque sé que perdonará cualquier enfangada de mi puto cuerpo…
¡Padre Santo, ilumina a tus hijos!