Rodrigo Zalabata Vega
Continúan los insulares diálogos entre el gobierno colombiano y las FARC, en la Habana – Cuba, en el marco de este nuevo proceso de paz, y la verdad poco se sabe de ellos. Desde sus primeros acercamientos esta criatura nació apócrifa; se dice que el padre es Hugo Chávez y la madre…
Recordemos que del proceso se supo cuando ya se había acordado dar inicio a los diálogos, y de éstos se sabrá – se ha dicho – cuando arrojen los primeros resultados. El gobierno tomó el liderazgo para imprimirle su carácter, resultado de la praxis de una ecuación inversa: el proceso se llevará de manera exacta en sentido contrario al que se desarrolló en el Caguán. Los elementos están a la vista. Se hace en escenario extraterritorial, sin afectar la integridad de la soberanía territorial del Estado, aunque se podría pensar de mala manera que en Cuba las FARC hacen de anfitriones; hablo de una soberanía ideológica.
Los diálogos se hacen de manera directa entre las partes en conflicto, sin pretender poner de acuerdo a propios y extraños sobre todos los temas posibles. Recordemos que al Caguán llegó hasta la bolsa de Nueva York a cotizar de manera anticipada sus acciones políticas en el Estado renaciente que advertían. La explicación es simple, estos procesos deben estar delimitados para solucionar aquellas diferencias en las que los mecanismos democráticos no alcanzaron y hubo que sustituirlos por bala.
Las partes identificaron prima facie la tenencia de la tierra como el epicentro del sismo social que desmorona nuestras cimientes como nación. Desde las capitulaciones territoriales que otorgó la corona española para estimular el arribo de sus nacionales para formar la colonia en sus nuevos dominios, existió la pequeña propiedad colectiva de los resguardos indígenas, así como las formas de explotación laboral de la encomienda y la mita sobre la población nativa y negra subyugada. Los llegados prohijaron su descendencia americana lo que originó la clase criolla que después hubo de independizarse, la cual tomó como propios los terrenos que regentaba a nombre de la corona. Aún hoy lo que impera es ese esquema excluyente de tenencia de la tierra, no importa precisar por qué manos ha pasado ni a nombre de quién estén los latifundios en estos momentos.
El proceso fue inaugurado con fuegos verbales. Las FARC casi pedían que por decreto se sustituyera el modelo de Estado que en 50 años trataron de sustituir; el gobierno, por su parte, alzando voces en las que afirma negociar un conflicto inexistente con un enemigo que está derrotado. Pongámonos de acuerdo, los procesos de esta naturaleza tienen lugar cuando las partes llegan al razonable convencimiento de que no pueden ganar la guerra. Si se está frente a un enemigo derrotado hablamos de sometimiento a la justicia. Cuando se reconoce un conflicto frente a un actor beligerante nos ubicamos en un proceso de paz. En el primer caso el Estado hace valer su posición prevalente y soberana, ahorrándose el uso de la fuerza, y le da una salida digna a través de la misma ley a quien está al margen de ella. En el segundo caso impele negociar los beneficios de la paz, cediendo privilegios, ahorrándose los costos de una guerra que proyectada a largo plazo así se gane se pierde, como lo advertía el Rey Pirro al contemplar su propia derrota después de vencer a los romanos.
El gobierno lo reconoce así cuando de manera pragmática no lo ha denominado un proceso de paz sino de terminación del conflicto. No se trata de adelantar un proceso animados por propósitos de paz – con palomas al vuelo – sino que ésta sea el resultado de la negociación inteligente del conflicto. Así sea en medio de la guerra por cuya terminación se dialoga.
También ha aconsejado prudencia al llevar los diálogos. Pero si eso se hace es de dientes para adentro, porque lo que se percibe en el ambiente es el rechinar de dientes como sables en duelo verbal, como los perros cuando se temen a su pesar. Las imágenes que nos dejan ver muestran los rostros secos a lado y lado de la mesa de negociación, como si sintieran que los estuviera envenenando la contraparte. El pensador Walter Benjamin rendía culto al poder pacificador de la palabra al afirmar que “hay en las palabras un lugar inaccesible a la violencia”, para concluir con ello que siempre que haya diálogo existirá un espacio para salir de la violencia.
Pongámosle fe ciega a la razón del filósofo para creer que estos diálogos nos sacarán del conflicto que dicen negociar. El hecho de que sean insulares no nos debe preocupar, pues nos podría servir como símbolo para demostrar que se puede llegar a un acuerdo en un poco espacio de tierra. Ha de ser así porque si nos atenemos a las voces altisonantes que nos han dejado escuchar estaría mejor dicho que se callaran.