EL DESTINO DEL FESTIVAL VALLENATO

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El vallenato tiene las horas contadas, así como siempre las tuvieron los Buendía de Macondo, y esa sentencia de muerte no es sino el fruto natural del ciclo de la vida. No es una profecía maléfica vociferada por el perdedor eterno de la mítica contienda con Francisco el Hombre, ni la creencia pesimista de un admirador preocupado por la transformación del género. Es la realidad tangible de un proceso por el que ya han pasado el bolero y el tango, esos dos gigantes de la musicalidad latinoamericana.

Al igual que el vallenato, bolero y tango vivieron su nacimiento en las últimas décadas del siglo XIX, y dejaron atrás su adolescencia gracias a un invento del genio universal Nikola Tesla: la radio. Sin embargo, la madurez de nuestro folclor evolucionó de forma más pausada, y es así que mientras el vallenato aún andaba a cuestas del lomo de burros por caminos polvorientos de la provincia de Padilla, el bolero y el tango se internacionalizaban en las figuras de Agustín Lara y Gardel. Y cuando aún nosotros le cantábamos al paisaje y a la dama dueña de nuestros sentimientos, ellos ya le componían a la mujer seductora provocadora de deseos.

Tango y bolero disfrutaron de su época de oro más o menos a mediados del siglo XX. Vivieron la transformación de su lenguaje y la modernización de su organología mientras iban creciendo los centros poblados de sus oyentes. Su tarima pasó de ser estrecha a convertirse en escenarios multitudinarios con orquestas que triplicaban los instrumentos que originalmente les habían dado vida. En el ocaso, ambos géneros musicales optaron por reeditar éxitos en la voz de figuras comerciales llamativas, o fusionarse con otros géneros musicales.

Todo lo anterior parece la historia cantada y contada del vallenato, con escasas diferencias en cuanto a la velocidad de los sucesos. Es así como, uno a uno, hemos recorrido cada paso de dos de los géneros musicales más exitosos del continente, con lo que pareciera que nuestro final, como ya lo tuvieron ellos, se acercara. Como si el tiempo se burlara en nuestras narices y, al igual que el coronel Aureliano Buendía, estuviéramos en frente del pelotón de fusilamiento, entendiendo con una claridad pasmosa, que ese va a ser nuestro destino.

Ahora bien, si se analiza el vallenato desde adentro, sin apasionamientos, sin compararlo con otro género musical, se llega a la misma conclusión. Para ello, consideremos la existencia de dos cuadrados básicos. Por un lado, los cuatro aires musicales tradicionales: la puya, el son, el merengue y el paseo. Y por el otro, los cuatro baluartes costumbristas: la parranda, el compositor, el acordeonero y el cantante.

La historia de los cuatro aires parece una crónica de la muerte anunciada del vallenato, por cuanto están desapareciendo según su antigüedad. Es significativo observar que el más pretérito de todos, la puya, está extinta; al igual que la tambora, considerada por muchos como parte del folclor vallenato. El son, algo más joven que los anteriores, corre la misma suerte y, prácticamente, tiene el acta de defunción firmada. El merengue, fuente permanente de inspiración, y hasta sólo hace 30 años exaltado como el preferido de la cacica Consuelo Araujo, está en cuidado crítico y pronóstico reservado. Por lo tanto, el vallenato respira gracias únicamente al paseo, del que muchos de los juglares primitivos ni siquiera tuvieron conocimiento. Es más, es posible que este aire musical ya haya desaparecido, y lo que escuchamos en la voz de los nuevos intérpretes sea romanza.

Por suerte, la parranda sigue palpitante en el diario vivir del pueblo vallenato… o no? Es probable que aún exista porque siguen vivos personajes que las vivieron como antaño se hacían, y traten de rescatar en añoranzas lo que sus padres y abuelos disfrutaron. No obstante, las parrandas modernas son bailables, se hacen en salones comunales, la comida es preparada en estufa, en la madrugada se modera su volumen para no molestar a los vecinos y cada vez son menos frecuentes los espacios para la narrativa, la poesía o la picaresca, propios del contador de historias de nuestra región.

En lo que sí seguimos siendo bendecidos es en compositores. Eso es tan cierto que por eso cada vez es más notoria su presencia en tarima cantando y narrando las anécdotas que gestaron sus canciones. Sin embargo, también es cierto que sus espectáculos se nutren de composiciones ya consideradas clásicos, o por lo menos éxitos de otras épocas del vallenato. De sus nuevas composiciones, sean por encargo o por inspiración natural, no hay una que dure en el tiempo como antes había. La razón es simple: componer hoy un vallenato perdurable es una tarea titánica porque es muy difícil superar lo que ya se hizo. Narrar mejor que Escalona, describir mejor que Leandro, burlar mejor que Calixto o Brito, enamorar mejor que Gutiérrez o Manjarrez, lamentar mejor que Movil o Polo, criticar mejor que Marín… es difícil.

Quedarían acordeoneros, cantantes y verseadores como los llamados entonces a proteger y cultivar el vallenato. De todos ellos, se abren cada vez más escuelas de aprendizaje, y ya superamos aquellas épocas vetustas en las que aprender a ejecutar el instrumento o cantar vallenato eran tenido a menos. Además, existe una cátedra del folclor en la educación básica, y se forman más niños y jóvenes no sólo con talento innato, sino estudiando estructura musical. No obstante, en cuanto a la ejecución del acordeón, desde el mítico Juancho Rois, no hay una propuesta diferente, y pareciera que hay un estancamiento creativo. Sin dejar por descontado que nuestro instrumento melódico por excelencia, el acordeón diatónico, es limitado musicalmente y nunca se dio el paso al acordeón cromático, como en algún momento se pronosticó.

En este panorama desalentador, quedan los festivales vallenatos como verdaderos y únicos bastiones del folclor. Su trascendencia aún no la hemos cuantificado; solamente la historia les dará el lugar merecido de su épica labor. Ellos son el antídoto mágico que podrá contrarrestar el conjuro de los manuscritos de Melquíades a los que también está destinado el vallenato… un niño muerto con cola de cerdo.

Por: Fabio Alejandro Olivella Cicero

Grupo de pensamiento Tardes de Folclor

 

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